Una línea trazada irregularmente sobre una promesa. Una ruta nueva en una montaña perdida, o una selva virgen que es encontrada por un ilusionado explorador. Un río eterno. Y por lo tanto, un dolor eterno. Como el recuerdo de un pariente muerto, o como la aceptación de la cercanía de la muerte en las personas que nos rodean. Quedémonos con la metáfora de la selva y el explorador.
Una noche cualquiera, un explorador decide partir en busca de felicidad a un nuevo entorno, a una selva virgen que nadie antes ha pisado. La felicidad que busca, claro, está en él mismo, y lo sabe, pero necesita sacarlo a la luz de alguna manera. Su manera es una nueva aventura. Una bonita manera de hablar de valentía. Aunque es una valentía disfrazada, porque ha llegado a la selva a causa de una soledad infernal, una vida de ciudad desdichada, y una felicidad tan olvidada, que la necesidad de recordarla y volver a sentirla lo ha conducido hasta la selva. La selva de la promesa.
Todo está oscuro cuando llega a su destino, decide ir en busca de agua, pero no la encuentra. También busca comida con la misma suerte. Además, la humedad de la selva le impide hacer una buena fogata. Está completamente solo, empieza a recordar, a reflexionar, y enloquece. Pierde el control y empieza a correr, permitiendo a las ramas de los árboles abrirle heridas que ni siquiera siente, clavándose piedras en sus pies descalzos. Pero sin inmutarse, pues el verdadero dolor, el que se encuentra en su mente, y su conciencia se preocupa en recordar, deshace cualquier índice de sufrimiento externo que pudiera sentir.
De repente ocurre algo. Se calma, porque encuentra una línea imperfecta en el suelo, y decide seguirla. Al poco rato encuentra el agua, logra pescar para así alimentarse, y encuentra un rayo de luz que aprovecha para encender una fogata. Logra sobrevivir gracias a una línea que ha creado una promesa, y es lo único que él no sabe.
La promesa de que el dolor se convierte en felicidad según de dónde se mire.